Sobre la retina se perfila y se colorea cuanto la luz descubre, lo que la luz revela y en realidad crea para los ojos: tal es la materia prima de una pintura que se complace en la interminable variedad del mundo, que no se cansa de recrear, de reinventar lo que vemos.
Sin embargo, lo que vemos está moviéndose en el tiempo, o en el espacio si nos movemos; la pintura capta el instante, lo define y lo aquieta en el lienzo. De allí que la pintura cumpla, como la palabra, la misión que Dante Alighieri atribuyó a la inteligencia: eternizar al hombre. Podría decirse, no sin verdad, que la visión del paisaje nos invita a rehuirnos, a buscar un punto de fuga que nos aleje o nos descanse de nuestra condición. Pero frente al paisaje está la mirada, y en esa mirada está el hombre.
El espectador se pregunta qué han visto los ojos del hombre cuyo pincel quiere eternizar el paisaje. Sin duda allí hay algo: el cono de sombra ominoso avanzando sobre una calle, la cariñosa constancia del trabajo que madura en un huerto, o bien, un soplo de cielo, un árbol que evoca la infancia perdida, un belfo que pasta serenamente mientras el cielo cumple su giro.
Hay además un contraste evidente entre los cuadros pintados en España, donde se siente la presencia de la comunidad cercana y amiga, y los que se retratan la llanura argentina, donde impera la soledad. Una soledad por momentos terrible, en el desierto elemental, que conmueve y deslumbra, como una mano tendida a la nada… El artista pinta esencialmente la luz, la admirable certeza de cuando emerge a la mirada y quisiera quedarse, detenerse, eternizarse en ella.
Alejandro Bekes
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